Continuación de Luces, cámara, ¡acción! (1ª parte)
Mi desmitificación del mundo del cine no había hecho más que comenzar, y es que ni siquiera parecía muy halagüeño alcanzar el éxito siendo algo más maduro. A “El crepúsculo de los dioses”, se le sumaron el remake de “Ha nacido una estrella” (George Cukor, 1954) y “The artist” (Michel Hazanavicius, 2010) en la denuncia del duro trato que habían recibido las glorias del cine mudo en el ocaso artístico que les supuso la llegada del cine sonoro –en “Cantando bajo la lluvia” demostraron ser más precavidos y se apresuraron a evitar la caída a los infiernos de Don Lockwood (Gene Kelly)–. Afortunadamente, estas últimas me abrieron una puerta a la esperanza. La obsolescencia de unas formas artísticas exige la aparición de otras nuevas o la actualización de las antiguas. Así lo entendió Jean Dujardin (“The artist”) de la mano de Bérénice Bejo, al igual que lo hiciera Gene Kelly de la de Debbie Reynolds (“Cantando bajo la lluvia”). Es difícil no sonreír ante cualquiera de estas dos parejas artísticas y títulos con sólo nombrarlos. Pese a que “Cantando bajo la lluvia” es única e irrepetible, Michael Hazanavicius supo rendirle un mágico homenaje en su obra maestra, inspirada por numerosos clásicos de los que muestra estar enamorado; “Ha nacido una estrella” ocupa también un puesto privilegiado entre ellas, de ahí que sea inevitable no acordarse de Judy Garland con Peppy Miller, el personaje de Bérénice Bejo.
<< Gene y Debbie, este va por vosotros>> (“Theartist”).
Pese al sueño en que me habían sumergido películas de esta talla, harto de papeles secundarios, estaba decidido a marcharme de Hollywood, ese lugar donde “los sueños, sueños son”. En tal empresa me hallaba cuando me topé con John L. Sullivan, un prestigioso y adinerado director cubierto bajo la apariencia de un vagabundo (“Los viajes de Sullivan”, Preston Sturges, 1941). Decía estar buscando conocer la realidad social más humilde, convencido de que una película realista que denunciara las injusticias de los menos favorecidos sería la mejor contribución que les podía ofrecer a éstos. Algo así como el “Método”, pero aplicado a la dirección. Atraído por la compañía de este interesante personaje y la de Veronica Lake, no pude sino implicarme en tan maravillosa búsqueda. Supondrá la misma otra gran reflexión del cine como medio de evasión, y de la comedia como género primordial del mismo. Fue así como encontré mi nueva vocación.
Ser director es tener el superpoder de moldear la obra a tu antojo, de convertir tus ideales en el alma de la película. Por eso es éste el que ha de recibir el máximo reconocimiento en los trabajos que alcanzan el grado de “obra maestra”. Ello tiene un alto precio a pagar, y es el estrés que suponen los rodajes, un estrés que puede traicionarte y dificultarte aún más la de por sí difícil tarea de la dirección. Tal tensión es la que llevó a Val Waxman –Woody Allen interpretándose más que nunca a sí mismo–a sufrir un trastorno conversivo que le dejaba sin vista durante el rodaje de “Un final made in Hollywood” (Woody Allen, 2002). No llegó a tal punto, pero poco le faltó a Steve Buscemi en “Vivir rodando” (Tom DiCillo, 1995), donde es el máximo responsable de un esperpéntico y divertidísimo rodaje que inevitablemente recuerda al de “La noche americana”. Es sin duda esta última la que más me hizo disfrutar de la experiencia que supone el rodaje de una película, tan humana como lo puede ser un simple campamento veraniego. Comprobé cómo son numerosas las piezas (o cargos) que han de ir engranándose para que el proyecto salga adelante. La proyección del material recién revelado –una pura anécdota en los años venideros ante la popularización de las cámaras digitales–, la límite financiación de los productores, la desmotivación de los actores… Cualquier elemento era un potencial motivo de desastre y sobre todo una buena excusa para explorar un entresijo más de lo que hay tras las cámaras; junto a un incombustible Truffaut hube de ir encontrándoles soluciones. La mayor lección que aprendí de mi mentor fue que con sólo conseguir que las cosas rueden según lo previsto cuando la cámara está encendida merece la pena esta profesión, por muchos despropósitos que se hayan tenido que superar hasta llegar a ese punto. Es ese y no otro el momento de máxima realización que alcanzamos los directores.
<<A veces me gustaría caerme de la cama y pensar que todo ha sido un mal sueño>>
(“La noche americana”).
Era el momento de jugármela. Después de años y años de aprendizaje y esfuerzo quería, como si una especie de Alien deseando salir al exterior viviera dentro de mí, plasmar todo lo poco o mucho que había amado en apenas unos cuantos metros de film. Sin apenas financiación, estuve a punto de volver a tomar la ruta “Veronica Lake” y desaparecer en el pozo de la realidad, pero una vez más el Destino –al que renombraré en próximos capítulos–me sorprendió con su extraña habilidad para aportar aquello que más conviene en el momento apropiado. En un elegante bar conocí a “Ed Wood”(Tim Burton, 1994), un genio incomprendido. Jamás me encontré con mayor entusiasta de la dirección. Rodar y respirar se confundían en el bueno de Ed, capaz de escribir, protagonizar, dirigir e incluso producir sus trabajos. ¿A quién le importa el éxito (profesional) cuando eres capaz de vivir haciendo lo que más te gusta? Como Thomas Edison, no creo que Ed trabajara un solo día de su vida.
Si quien fue catalogado como “peor director de todos los tiempos” podía hacerlo todo, yo no iba a ser menos. Habiendo adquirido ya habilidades como guionista, actor y director era preciso terminar mi ascenso con la producción. No era por deseo propio –fumar puros y lucir una elegante barriga nunca habían entrado en mis planes–, pero no me quedaba más remedio. Conocí entonces a un antiguo lobo de la producción, un inmenso Kirk Douglas (“Cautivos del mal”, Vincente Minnelli, 1952) capaz como pocos de sacar lo máximo de cada uno. Guionistas, actores y directores; todos habían triunfado profesionalmente tras haber pasado por sus manos. Lamentablemente, no estaba interesado en adquirir mis servicios. Se había prometido retirarse tras una última producción. Afortunadamente, me presentó a Robert Evans (“El chico que conquistó Hollywood”, Brett Morgen y Nanette Burstein, 2002), un pobretón actor que aprovechó todas y cada una de las magníficas lecciones que le enseñó Kirk para convertirse en su más digno heredero cinematográfico.
Robert confiaba plenamente en mí. Ya sólo necesita una buena idea. Un empujoncito final en forma de inspiración. Y, una vez más, llegó. Un viejo rollo de apenas tres minutos cayó en mis manos. Tantos sentimientos contenidos en tan mísero soporte. Sólo un genio en su momento de mayor inspiración puede lograr algo así. Si yo lo fuera, quizá sería capaz de expresar en unas pocas líneas cuánto significado tiene esta única escena para mí. Pero no lo soy, y por ello lo único que puedo hacer es parafrasear a Moustache (“Irma, la dulce”, Billy Wilder, 1963): “¡Esa es otra historia!”.
Información del autor: Miguel García-Boyano es un cinéfilo amante del cine dentro del cine. Proyecto de médico por la prestigiosa Universidad Complutense de Madrid. La definición más acertada que puede dar de sí mismo es a través de tres de las películas que más vueltas le han hecho dar a su cabeza: “It’s a wonderful life” (Frank Capra, 1946), “American Beauty” (Sam Mendes, 1999) y “La vie d’Adèle” (Abdellatif Kechiche, 2013).
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