¿Cuándo consideraríamos que una dirección, un montaje, un guión o una actuación han logrado su objetivo? El lugar más inmediato para encontrar respuesta a las grandes preguntas del séptimo arte es él mismo –si hay un subgénero cinéfilo por excelencia, éste el “cine dentro del cine”–; por lo que nada como revisar escenas de la filmoteca mental para ver cómo se refleja en ellas el éxito de un filme y así contestar a mi pregunta. Tras una sesuda búsqueda, comprobé que el método más socorrido consiste en enfocar al público asistente a la proyección, el cual habrá de responder emocionalmente de forma unánime ante las sucesivas escenas, ya sea reflejando miedo, alegría o inquietud, y por supuesto acabar con un aplauso que le levante de las butacas en cuanto los títulos de crédito finales inunden la pantalla de su cine.
Sesión de risoterapia a costa de Pluto (“Los viajes de Sullivan”).
Este momento mágico del cine en que el espectador se pone en el lugar de los personajes fue genialmente retratado por Woody Allen en el personaje de Cecilia (Mia Farrow) de “La rosa púrpura del Cairo” (1985), quien llegaría a traspasar literalmente la barrera de la pantalla. Posteriormente, Tobey Maguire y Reese Witherspoon hicieron lo propio viajando a Pleasantville (Gary Ross, 1998), en un ejercicio que, si bien no explora tan magníficamente como el de Allen la vivencia cinematográfica, tiene otras amplias y muy acertadas pretensiones que la hacen recomendable. En ambos casos se nos retrata la evasión que provoca el cine, llegando a ser utilizado éste como una droga con la que huir de una realidad aparentemente imperfecta.
Si hay una “imperfección” que me hace recurrir a esta droga es la incapacidad para elegir hacerlo todo. Ya sea porque no puedo desempeñar más o menos trabajos, desarrollar distintas facetas artísticas o intelectuales, o conocer y amar unas y otras personas, tener que desechar opciones puede ser agobiante, tanto como necesaria es esta renuncia para que nuestras elecciones cobren enorme valor. El cine me ha hecho viajar a múltiples lugares y épocas, desempeñar muy diversos trabajos o vivir apasionados romances –especialmente inolvidables los que mantuve con Audrey Hepburn–, logrando calmar, al menos temporalmente, esa inquietud. Gran parte de los proyectos que, como vulgarmente se dice, “haría en otra vida” se refieren al cine; escribir algún que otro guión, dirigir un corto o aprender interpretación serían tan solo mi punto de partida. No son más que fantasías, las primeras o últimas de las opciones desechadas, ¿qué más da? Nunca las llevaré a cabo y no me arrepiento. Pero mi subconsciente sí parece hacerlo, y es por eso que ser por unas horas Gene Kelly en “Cantando bajo la lluvia” (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), François Truffaut en “La noche americana” (François Truffaut, 1973) o Jacques Perrien en “Cinema Paradiso” (Giuseppe Tornatore, 1988) me hace más llevaderos los momentos en que dudo haber elegido correctamente.
Este reto que, en casi cualquier faceta de la vida, es elegir me imposibilita conocer todas las películas del subgénero “cine dentro del cine” y también me hace tener que comentar al lector sólo unas pocas. Es posible que se sienta defraudado al no ver incluidas ciertas obras en este texto, o que se escandalice por lo contrario. Acepto de antemano tal hipotética crítica, tan subjetiva como aquello contra lo que se dirigiría.
Emprendí mi viaje hacia el “cine dentro del cine” siendo lo que soy ahora, un soñador que de cuando en cuando se permite escribir críticas y cree hablar de tú a tú con clásicos del celuloide de la talla de Humphrey Bogart (“Sueños de un seductor”, Herbert Ross, 1972). Gracias al propio Bogart conseguí mi primer trabajo como guionista para “La condesa descalza” (Joseph L. Mankiewicz, 1954). Aunque era becario e hice de todo menos escribir guiones; acabé pasando un par de horas tratando de evitar que Hollywood se comiera a una agitanada y castiza Ava Gardner.
<<Rick, o dejas de tomarme el pelo, o aquí se acaba nuestra amistad>> (“Sueños de un seductor”).
Gracias a las recomendaciones de mi anterior jefe pronto llegué a la élite. A pesar de aparcar mi carrera de guionista por el periodismo, podía presumir de codearme con las más grandes (Anita Ekberg, Anouk Aimée…). Roma acabó siendo mi deliciosa perdición (“La dolce vita”, Fellini, 1960), así que tras mucho tiempo desoyéndolos, finalmente seguí los consejos de los Coen y empecé con los guiones. No me convenció la primera historia que escribí (“Barton Fink”, Joel Coen, 1991), tan metafórica que al releerla ya no sabía qué había querido transmitir con ella. Tomé un barco, y me fui de viaje con Theodoros Angelopoulos en busca de nuevas inspiraciones (“La mirada de Ulises”, 1995), pero éste me resultó demasiado tedioso y no llegué a completarlo; debió ser por eso que reinterpretar el final de “La Odisea” junto a Jean-Luc Godard fue harto complicado (“El desprecio”, 1963). Acabé tan noqueado por este par de aventuras que dejé escapar de mis brazos, y sin mucha resistencia, a Brigitte Bardot –sí, siempre fui un conquistador.
Lleno de deudas acabé en la mansión de Gloria Swanson (“El crepúsculo de los dioses”, Billy Wilder, 1950), el mejor y más cruel reflejo de tantas historias hollywoodienses de gloria hallada y perdida. Fue la primera señal en el camino que me hablaba del patetismo del estrellato. De un mundo, el del cine, tan lleno de falsedades, intereses meramente económicos y vidas rotas como cualquier otro. Afortunadamente, también lo está de cantos tan hermosos como los que hacía Billy Wilder. Compartí esta aventura tan memorable con Erich von Stroheim, antiguo director de cine mudo reconvertido a actor de sonoro. Era el tercer director –y no sería el último– al que veía ponerse delante de las cámaras, tras François Truffaut (“La noche americana”) y Fritz Lang (“El desprecio”). Este hecho me ayudó, tras unos años soñando con ser un guionista de prestigio, a reorientar mi futuro profesional.
Como no tenía mucho dinero en el bolsillo, decidí acudir a la llamada de Chaplin, quien me ofreció trabajo en el backstage de algunos de sus rodajes (“Charlot tramoyista de cine”, 1916). Aunque breve, fue una gran oportunidad para conocer cómo trabajaba el genio (“Cómo hacer películas”, 1918), e incluso conseguí un pequeño papel en uno de sus cortos (“Charlot cambia de oficio”, 1915). Talento para la interpretación no tenía, pero eso no me impidió vivir alguna que otra aventura maravillosa. Recuerdo con especial cariño una disparatadísima fiesta en que unos pocos gags de humor que había aprendido del maestro Chaplin me hicieron conquistar a una bella aspirante a actriz como era Claudine Longet (“El guateque”, Blake Edwards, 1968).
<<¿Por qué aún no se habrá inventado el Botox?>> (“El crepúsculo de los dioses”).
Viví una pesadilla bajo la apariencia de “sueño hecho realidad” en “Mulholland Drive” (David Lynch, 2001), si bien, analizada fríamente, no le puedo reprochar nada a tan imaginativa ilusión. Algún día volveré a ti, “Mulholland Drive”, prevenido de tus peligros y como estrella consagrada para disfrutarte plenamente.
En cualquier caso, nunca vi necesario alcanzar la fama de forma temprana. En “¿Qué fue de Baby Jane?” (Robert Aldrich, 1962) conocí a Jane Hudson, una amargada mujer incapaz de pasar página muchos años después de haber triunfado como estrella infantil de la canción. Las fuerzas que le quedaban a la pobre trastornada impresionantemente interpretada por Bette Davis iban dirigidas contra su desvalida hermana, quien otrora fuera actriz de postín. Me resultó una excelente historia, más sucia aún de lo que aparenta, sobre las maldades que puede llegar a albergar el corazón humano. El egoísmo del padre de las Hudson parece flotar hasta el final sobre la magníficamente representada mamma de Anna Magnani en “Bellísima” (Visconti, 1951). La Magnani ofrece un muy recomendable recital de tremenda y a veces penosa lucha –siempre en el contexto del neorrealismo italiano– por ver convertida a su hija en una estrella de cine.
Mi desmitificación del mundo del cine no había hecho más que comenzar…
Continuará…
Información del autor: Miguel García-Boyano es un cinéfilo amante del cine dentro del cine. Proyecto de médico por la prestigiosa Universidad Complutense de Madrid. La definición más acertada que puede dar de sí mismo es a través de tres de las películas que más vueltas le han hecho dar a su cabeza: «It’s a wonderful life» (Frank Capra, 1946), «American Beauty» (Sam Mendes, 1999) y “La vie d’Adèle” (Abdellatif Kechiche, 2013).
enletrasarte dice
una nota experta para entendidos y aficionados
saludos