El debate de la forma y el fondo en el arte no es nuevo. Una vez terminado el visionado de “Un amour de jeunesse” (2011) no tengo claro cuál es el motivo que subyace bajo la atracción que esta cinta despierta en mí. Por eso me ofrezco una segunda oportunidad y la vuelvo a ver. Sólo entonces creo entender casi del todo el fondo y los porqués de las formas de Mia Hansen-Løve, su directora y guionista. Y entonces, cuando comprendo la poesía escondida bajo sus fotogramas, mis sospechas se convierten en devoción.
Camille (Lola Créton) y Sullivan (Sebastian Urzendowsky) son dos jóvenes enamorados. Él la ama. Pero para Camille no es suficiente. Y como ella es la absoluta protagonista de nuestra historia, tampoco lo es para el espectador. Pese a que acompañamos a esta última en los momentos más dulces de su vida sentimental y laboral, apenas le vemos esbozar un par de sonrisas en toda la película; ella será, por tanto, la víctima que la audiencia quiere proteger. Por eso, aunque racionalmente pudiera comprenderle, me veo obligado a considerar a Sullivan un egoísta cuando se retrasa para el desayuno porque entre medias ha creído conveniente darse un baño y más aún cuando decide irse a Sudamérica.
La diferente manera que tienen los protagonistas de experimentar una misma relación no se nos manifiesta únicamente mediante sus hechos y palabras. Si así fuera, es probable que el espectador acabara por no estar implicado en la obra, por no tomar partido por Camille. Mia Hansen-Løve acierta cuando tiñe los acontecimientos de subjetividad, y para ello se sirve de las herramientas que el montaje y la fotografía le ofrecen.
En los primeros lances del filme, Sullivan llega a casa de Camille. Su cuerpo reposa desnudo bajo el edredón. Él, vestido, se lo retira. Quedará entonces expuesta, y obtendrá como respuesta una rosa. ¡Qué bella manera de hacernos partícipes de la tragedia que acompaña a Camille! Su completo abandono no es correspondido. No es ni mucho menos el único guiño que la directora le hace a su protegida. Más tarde, Sullivan vende un recuerdo familiar más o menos valioso. El trato que esa pintura recibe es el opuesto al que Camille ofrece a una fotografía de tamaño similar que, clavada en la pared de su habitación, le recuerda los últimos días que pasó junto a su primer gran amor. Las sonrisas de Sullivan o los diferentes colores con que visten uno y otro cuando comparten plano no logran sino apuntalar aún más esta falta de reciprocidad.
La pantalla va a convertirse en fiel reflejo de la sufrida alma de Camille. El sol ilumina los días que pasa en su casa familiar al lado de Sullivan. A su marcha, la soledad es la constante de su día a día. El viaje de su novio a Sudamérica trae el frío a su universo y arranca las palabras de su boca. Sólo las cartas que éste le envía son capaces de devolver los tonos cálidos a escena. Entenderemos por ello que el final de las mismas le haga desear dejar un mundo al que nada le ata.
Camille desea conscientemente superar su primer gran fracaso sentimental. Su pasión por la arquitectura parece aplacar temporalmente el dolor causado por Sullivan y que sigue aún tan presente en ella y también en nosotros, que acabamos de vivenciarlo. Ella cree firmemente que la arquitectura conseguirá erradicar del todo a Sullivan de su corazón –el par de notas que nos da a leer así lo evidencian–, y nosotros la seguimos. Esta creencia parece alcanzar el nivel de certeza cuando es ella –y no las chinchetas con que antes marcaba los pasos de su novio– la que se desplaza en el mapa que ahora aparece en pantalla. Los soleados paisajes vuelven a inundar de color la pantalla y más hondo nos resulta su amor a la arquitectura.
Mientras Lorenz (Magne Havard) no es para Camille más que un admirado profesor, éste recibe un cálido trato por parte de Mia Hansen-Løve. Más tarde, Lorenz pasa a ser la pareja sentimental de Camille, y entonces la pantalla, el alma de nuestra protagonista, irá confundiendo sus tonos. Cuando la apuesta por anular a Sullivan en detrimento de la arquitectura es total –y entiendo que el inicio de su relación con Lorenz quiere simbolizar esto–, empezamos a salir de nuestra ilusión. Lorenz empieza a ser retratado bajo una luz más y más tenue. Es entonces nos damos cuenta de que nuestro plan ha fracasado.
Tardamos aún menos en ser conscientes de cuán abocada al fracaso está la reentrada de Sullivan en la vida de Camille. Los prometedores rayos de sol que le iluminan en su reaparición van dando paso a tonos cada vez más preocupantes, hasta que el olvido de la acuarela que Camille le regala da paso a la frialdad del blanco y del azul, dinamitando las pocas esperanzas que ya sólo los espectadores más optimistas podían seguir albergando.
La resolución de “Un amour de jeunesse” es brillante. Mia Hansen-Løve ha preparado bien el terreno. Los paralelismos de la secuencia final con las vacaciones que Camille y Sullivan compartían en la primera parte del metraje son muy numerosos. Volvemos a aquella misma casa, pero esta vez de la mano de Lorenz. Este es el primer gran cambio del que nos percatamos. El sol brilla ya igual de intenso que otrora. ¿Ha superado esta vez la ruptura con Sullivan? –nos preguntamos–. La respuesta no tarda en llegar. Si entonces veíamos cómo abroncaba a su novio por dejarla sola mientras él se iba a bañar, ahora es ella la que alegremente hace lo propio. Exactamente en el mismo lugar en que se bañaba en otro tiempo con Sullivan y al ritmo de “The Water” (Johnny Flynn y Laura Marling), el río se lleva el sombrero que éste le había regalado años atrás –y cuya importancia se nos había revelado en una transición de cierre y apertura en círculo sobre el mismo–. Mientras, ella atraviesa saltando de piedra en piedra el río. La canción nos reafirma el triunfo de Camille, que de una vez por todas ha escapado de la peligrosa corriente que sus sentimientos habían decidido seguir.
Información del autor: Miguel García-Boyano es un cinéfilo amante del cine dentro del cine. Proyecto de médico por la prestigiosa Universidad Complutense de Madrid. La definición más acertada que puede dar de sí mismo es a través de tres de las películas que más vueltas le han hecho dar a su cabeza: «It’s a wonderful life» (Frank Capra, 1946), «American Beauty» (Sam Mendes, 1999) y “La vie d’Adèle” (Abdellatif Kechiche, 2013).
Gracias por este análisis, me ha encantado