La ontogenia del cine se explica por el deseo de llevar un punto más allá el primitivo deseo del arte por representar lo más verazmente posible la realidad y hacerla trascedente, perenne. Otra de las grandes virtudes del cine son los viajes que nos ofrece, irrealizables de cualquier otro modo. Esta oportunidad de viajar tan especial no lo es ya tanto por la geografía en que se ubica el filme, sino porque nos traslada al alma de los personajes. Cuando uno viaja, cuando deja de lado todo lo que le rodea, todas sus circunstancias, con un poco de suerte uno se encuentra a sí mismo. Y entonces el viaje ha merecido la pena. Es por eso que, al hacer un repaso de las obras cinematográficas que más he amado, no descubro más que aquellos títulos en que he visto proyectada de la forma más poética posible una parte de mi realidad.
Uno de los viajes más gratificantes con los que el cine me ha bendecido ha sido ir a Creta. El británico Walter Lassally, al que hace un año veíamos debutar en la actuación en “Before Midnight” (Richard Linklater), que se ubicaba precisamente en Grecia, donde ha afincado su residencia, supo ya por 1964 retratar de un modo espléndido su fascinación por los paisajes de esta isla griega, lo que le hizo a la postre merecedor del Óscar a mejor fotografía (en blanco y negro).
Lo bello, lo alegre de sus paisajes contrasta con la pobreza económica y moral que se confunden en sus habitantes. El retrato neorrealista que aquí nos ofrece Mihalis Kakogiannis muestra una Creta en plena posguerra. Su alma dormida se tiñe de un negro de rigoroso luto. No mucho más despierta está la de Basil (Alan Bates), un joven escritor británico que ha venido a explotar unas tierras que ha heredado. La luz se hace ante la aparición en pantalla de Zorba, al que da vida un espectacular Anthony Quinn –no en vano, el gobierno de Grecia honró esta gran interpretación otorgándole su ciudadanía.
Personajes vitalistas ha dado muchos y muy buenos el cine, pero quizá nunca haya llegado ninguno a lograr el verismo del de Zorba. El complejo retrato que en poco más de dos horas se nos hace de él es brillante. Y es que Zorba no es perfecto, pero es precisamente esto lo que le hace real, lo que nos permite amarlo, abrazarlo, entenderle. Eso y que ni tiñe ni rehúye la realidad, se enfrenta a ella. Zorba es un héroe que trasciende más allá de la pantalla porque ya no solo es que carezca de superpoderes, también ha perdido a su familia y su única posesión es su santuri, que no representa otra cosa que su joven alma. Y aun así, incluso cuando todas sus esperanzas de medro económico se han derrumbado, tras presenciar en primera persona el patetismo de los cretenses y a punto de separarse de su único amigo, es capaz de resurgir cual ave fénix y bailar eternamente.
El guión de “Zorba, el griego”, escrito por el también director Mihalis Kakogiannis y basado en la novela homónima de Nikos Kazantzakis, usa inteligentemente al personaje de Basil, falso protagonista; él debe ser con quien el espectador se ha de identificar, a quien ha de seguir sorprendiéndose, enfadándose, amando y aprendiendo de Zorba. El reparto lo completan Lila Kedrova, oscarizada en su papel de Madame Hortense, la anciana viuda francesa, e Irene Papas, como la joven viuda. Inocente, solitaria y algo fuera de la realidad, Madame Hortense se constituye como el mejor instrumento posible para descubrir la humanidad que inunda a Zorba. El personaje de Irene Papas es, por el contrario, quizá el punto más débil de esta película, pues ni siquiera su (extraño) asesinato consigue arrancar del espectador una ínfima parte de la compasión que Lila Kedrova despierta en cada uno de sus planos.
La emoción que se me desata cuando, en el clímax de la cinta, Basil deshace por fin el nudo que le ataba en pos de su libertad y le pide a Zorba que le enseñe a bailar me recuerda a aquella misma que me inundó al ver a Batman salir, sin cuerda alguna que le sujetase, del pozo en que había sido encerrado en “El caballero oscuro: la leyenda renace” (Christopher Nolan, 2012). Me he prometido aprender a bailar el sirtaki en algún momento, recurrir a él en esos momentos en que todo se nos viene encima, escupir en la agonía que nos invade cuando creemos haber fracasado. Hasta entonces, la preciosa melodía compuesta por Mikis Theodorakis será seguramente suficiente para evocar en mí la vitalidad que el visionado de esta cinta desprende.
Información del autor: Miguel García-Boyano es un cinéfilo amante del cine dentro del cine. Proyecto de médico por la prestigiosa Universidad Complutense de Madrid. La definición más acertada que puede dar de sí mismo es a través de tres de las películas que más vueltas le han hecho dar a su cabeza: «It’s a wonderful life» (Frank Capra, 1946), «American Beauty» (Sam Mendes, 1999) y “La vie d’Adèle” (Abdellatif Kechiche, 2013).
Una de las buenas películas, de las que ya no se suelen hacer, Anthony Quinn interpretando un buen papel en sus buenos tiempos.
Un abrazo.