Autor de su guión y dirección, imagino que Greg Mottola ha vertido más que tiempo e imaginación en “Adventureland” (2009). Ambientada en el verano de 1987, leo que por aquella misma década él mismo trabajó en un parque de atracciones homónimo. Y no me sorprende. Si Rob Reiner, para hablarnos de la infancia, se retrotrajo a la década de los cincuenta –época en que tuvo lugar la suya– en “Stand by me” (1986) y “Flipped” (2010), Mottola hace lo propio con esa difusa etapa que separa la adolescencia de la juventud. Lo que hace tan especial a este sentido homenaje en forma de comedia adolescente que rinde a su pasado es que se sirve de las armas propias de los ochenta –los títulos de crédito son quizá la pista más evidente–, y por eso deja que la obra de John Hughes, muerto precisamente en el año de estreno de este filme, inspire su creación.
James (Jesse Eisenberg) pierde la oportunidad de embarcarse en el “verano de su vida” cuando sus padres le niegan el apoyo económico que requería el tour europeo que tenía en mente. Pero las grandes aventuras surgen más frecuentemente cuando uno menos las espera o busca. Es difícil imaginar un ambiente más opuesto de aquel en que James hubiera deseado encontrarse que el trabajo que finalmente se ve obligado a desempeñar en un parque de atracciones poco más que cutre. Y, sin embargo, la frágil seguridad de Em (Kristen Stewart) bastará para hacer de Adventureland un inolvidable paraje en la vida de James Mottola.
El interés que despierta Em en James es irracional e instantáneo, pero no por ello pierde un ápice de realismo. James, como joven inseguro y poco experimentado que es –papel que, al igual que a Kristen Stewart el suyo, le va como anillo al dedo a un perfecto Jesse Eisenberg–, cumplirá paso a paso la guía del torpe Casanova, culminándola en una brillante e inconsciente conquista de la chica. Así, tras un primer contacto, acepta con evidente excitación la invitación de la chica a llevarle en coche. Incapaz de darle conversación alguna durante el trayecto, sólo al final del mismo parece sentirse cómodo hablando de sus planes de estudios. Tontea cual infante en la piscina y se agarra a lo poco que conoce de ella, la música, para demostrar su vena detallista y personal cuando le regala una cinta de sus temas favoritos. Su conquista culmina con una notoria escena en que ambos conversan acerca de sus parejas sentimentales y/o sexuales pasadas. A pesar de sus esfuerzos por cubrirse de una inexistente seguridad, James acaba fracasando y confesando su virginidad. Sin embargo, y con todo aparentemente perdido, una inocente anécdota que revela su verdadera identidad, la de un joven bondadoso, es la que termina por enamorar a Em.
Asisto entonces a la escena más bella de “Adventureland”. Ella está al volante, él la mira, reposa su cabeza sobre el respaldo del asiento y queda anonadado ante su Belleza. La noche, teñida de ocre y amarillo, cálida, eterna, envuelve el primer beso de los protagonistas. Ni siquiera la dulce y melancólica “Pale blue eyes” (The Velvet Underground) –el tema principal del amplio y memorable repertorio que compone la banda sonora de esta película–, de fondo, me inquieta. La indiferencia de Em hará resonar una vez más, hacia el final de la cinta, el tema de la banda neoyorkina, y sólo entonces adquirirá éste pleno significado.
No puedo sino recordar “The breakfast club” (John Hughes, 1985) al constatar que el germen de los conflictos que hierven bajo las atracciones de “Adventureland” son, como en aquella otra, las inseguridades paternas. Sólo un par de adultos, Bobby y Paulette, directores de Adventureland, reciben un trato positivo por parte de Mottola, a condición, eso sí, de mantener un consciente e inocente espíritu joven. El resto de los mayores se comporta como los jóvenes empleados del parque: beben alcohol, fuman hierba y son infieles. Sus hijos tienen la oportunidad del cambio y la excusa de la inexperiencia, pero no ellos. Y por eso la ranciedad, la inmadurez y el orgullo que inundan sus almas los convierten en los villanos de la película. El cambio que el mejor amigo de James experimenta en sus viajes por Europa nos avisa del peligro de crecer. Es en la adolescencia, en la juventud, cuando el aprendizaje hacia la vida adulta concluye. Pero madurar no es ser pragmático, ni tampoco aprender a acomodarse a las pretensiones que se nos imponen desde fuera, o a ocultar las que nacen de nuestra naturaleza impulsiva. Es, en cambio, asumir los defectos, abrazarlos sinceramente, con voluntad de cambio, en definitiva, conocerse y perder el miedo a ser uno mismo.
El verano de James avanza ante mis ojos a un ritmo vertiginoso. Las dosis de responsabilidad y sacrificio que su trabajo le trae son ínfimas al lado de la diversión que le ofrece el micromundo en que se ve envuelto. La marihuana, metáfora de la inmadurez, ambienta los descubrimientos de un inexperto James que, sin saber cómo, se va a descubrir a sí mismo en una cita con la mismísima Lisa P. –es genial el retrato de la admiración que una chica guapa despierta en los hormonados jóvenes–. Las fiestas y tertulias veraniegas con amigos recién estrenados, el incómodo mejor amigo de la infancia de James, el otro que es tan torpe como bondadoso, pero sobre todo sus continuos tropiezos y equivocaciones con Em y Lisa P. me trasladan a la montaña rusa más empinada de Adventureland. Afronto su última pendiente enfrente de la casa de la madre Mike (Ryan Reynolds), donde presencio esa discusión que desde antes de dar comienzo ya está predestinada a rondar la cabeza de James durante días y días, para encarar la dulce bajada final en una lluviosa, nocturna y sobre todo íntima Nueva York que inevitablemente me trae a la memoria su primer beso.
Supongo que en Em la (falsa) ilusión que Mike sembró de un porvenir más prometedor a su lado, considerando la desesperanza con que su realidad se ve inundada, era la energía que motivaba su día a día y que James, capaz de ofrecerle un presente ya ideal, sólo tuvo que reforzar el tocado orgullo de la joven. Pero realmente tampoco me interesan demasiado los avatares amorosos de la terna protagonista. Y es que la magia de “Adventureland” no se encuentra tanto en su trama como en el nostálgico dibujo de la juventud de su creador.
Información del autor: Miguel García-Boyano es un cinéfilo amante del cine dentro del cine. Proyecto de médico por la prestigiosa Universidad Complutense de Madrid. La definición más acertada que puede dar de sí mismo es a través de tres de las películas que más vueltas le han hecho dar a su cabeza: «It’s a wonderful life» (Frank Capra, 1946), «American Beauty» (Sam Mendes, 1999) y “La vie d’Adèle” (Abdellatif Kechiche, 2013).
charo dice
Me encanta este tipo de pilículas, espero que la pongan por aquí.Saludos