Nada nuevo descubriría si tratara de explicar por qué, si hay un arte esencialmente ligado al realismo, éste es el cine. Tampoco encontraría seguramente al lector por sorpresa si reflexionara con él sobre lo subjetivo de los recuerdos y su construcción tan solo inspirada por la realidad que hace nuestra pérfida (o quizá bondadosa) memoria. Supongo asimismo que entenderá que al no existir otro medio artístico capaz de transmitir tanto verismo como lo hace el cine, éste se ensalza como una forma privilegiada para que el artista evoque la vivencia de sus recuerdos en el espectador, puestan característica es la subjetividad de los mismos como la paradójica verosimilitud que somos capaces de otorgarles.
No son realistas, ni mucho menos, los cinco días que presenciamos en “Le premier jour du reste de ta vie” (2008) –la concentración de eventos es quizá el ejemplo más evidente–. Y, sin embargo, encuentro numerosas similitudes entre mi familia y la de los Duval. Pero no es tanto lo concreto, sino el sentir general que inunda los recuerdos que con nosotros quiere compartir Rémi Bezançon, su director y guionista, lo que las justifica.
Por todo esto me maravillo ante ese amor soterrado, a veces invisible, que sólo da su verdadera cara cuando es llevado al extremo y que es tan propio de las relaciones entre padres e hijos. O ante el vacío que inunda el corazón de Marie-Jeanne (la madre, interpretada por Zabou Breitman) por la progresiva independencia de sus pequeños. Me emociona presenciar los recuerdos que invaden a Raphaël (el hermano mediano, Marc-André Grondin)cuando entra en la desierta habitación otrora habitada por su hermano mayor Albert (Pio Marmaï). También contemplo admirado los frutos o lo certero de las historias repetidas una y mil veces por aquellos que por edad son considerados más sabios al presenciar el cambio laboral de Albert que la anécdota del matemático Evariste Galois parece predecir.
Aunque varias escenas merecen más de un revisionado –acépteme el consejo y no se lo niegue al collage que conforman los títulos de crédito iniciales,a la reinterpretación del western que hacen los dos hermanos, al inoportuno encontronazo de Fleur (la hermana pequeña, Déborah François) con los padres de su novio, a la actuación de Magic Fingers y al último aliento de su recién difunto marido que inhala Marie-Jeanne–, para el grueso de la audiencia lo más destacable de este filme técnicamente modesto y de actuaciones muy correctas será probablemente el interesantísimo estudio que en él se nos hace de las relaciones entre los seis miembros de esta familia nada especial.
El vínculo de Fleur con su madre es el que más y mejor se nos define. La transformación de la pequeñaja de la familia en una joven de dieciséis años no le trae ni mucho menos prevenida a Marie-Jeanne. Las tensiones entre ambas van a ir en aumento con el paso de los años, y seremos capaces de no ya compartir, pero sí entender tanto los porqués de las intromisiones de la madre como los de las réplicas de su hija. Nada sobrepasará tanto a Marie-Jeanne como los conflictos que su hija le brinda. Por eso hará una regresión hacia su juventud, como tratando de escapar temporalmente de unas responsabilidades que se ve incapaz de manejar, cuando encuentre a Fleur fumando porros o cuando a través de su diario le pregunte “cuándo fue la última vez que su marido la ha tocado”. El amor que Fleur siente hacia su madre, tan inaparente durante la mayor parte del metraje, parece encontrar en su profundidad la justificación de sus escasos viajes a la superficie cuando presenciamos las respuestas que despiertan en ella el olvido de la bufanda en casa de su novio y, sobre todo, el accidente de coche de su madre. Pasarán unos años más y amainará con ellos el temporal, y solo entonces llegará la satisfacción del deber cumplido a Marie-Jeanne.
En paralelo pero, eso sí, más cronificada se nos presenta la relación de Robert (el padre, Jacques Gamblin) con su padre Pierre (Roger Dumas). Incapaces de expresarse el amor que sienten el uno por el otro a la cara, asistimos a su continua, y a veces también patética, lucha contra sus propios egos por manifestar este aprecio. Sólo en esta batalla encuentro la explicación de la generosa oferta que tiene para con su nieto un arrepentido Pierre, las botellas de vino con que Robert trata de sorprenderle o las fotos que, escondidas en secreto, encontrará en su cartera. Por otra parte, no puedo sino destacar el mimo que caracteriza el trato a los nietos y que sustituye la dureza propia de las relaciones paterno-filiales como uno de los logros realistas más brillantes de la obra de Rémi Bezançon.
El pegamento capaz de evitar la desintegración de esta familia son sus progenitores, y por esta razón se les homenajea con el brindis de los dos últimos, y por tanto más importantes, capítulos de la cinta. Su indisolubilidad, su capacidad para poner a un lado sus problemas –éstos son discutidos en la intimidad de la pareja o asumidos en silencio– en pos del buen devenir de sus hijos es la razón por la cual son encumbrados en lo más alto. Especialmente tranquilo es el último capítulo, el que se dedica al cabeza de familia, y así también héroe de la misma. La celebración de una muy amistosa cena de cumpleaños y el carrusel de clips de vídeos domésticos a ritmo de Lou Reed (“Perfect day”) que dan fin a esta película nos tratan de dejar pensativos acerca de las últimas palabras que oímos a Robert ofrecer a sus hijos acerca de la vocación de ser padre: “Tener una familia es importante. Veros crecer a los tres es el mayor espectáculo al que he asistido en toda mi vida. Tener hijos es una experiencia maravillosa”. Fleur escucha y la vida sigue su curso.
Información del autor: Miguel García-Boyano es un cinéfilo amante del cine dentro del cine. Proyecto de médico por la prestigiosa Universidad Complutense de Madrid. La definición más acertada que puede dar de sí mismo es a través de tres de las películas que más vueltas le han hecho dar a su cabeza: «It’s a wonderful life» (Frank Capra, 1946), «American Beauty» (Sam Mendes, 1999) y “La vie d’Adèle” (Abdellatif Kechiche, 2013).
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